Las rutas del deseo

Capítulo I

                                                                                               Delhi, junio de 2021

Un cadáver abandonado en la calle durante la noche produce una sensación de escalofrío en la piel, una descarga eléctrica que eriza el vello en la nuca por la sorpresa. Si para mi desconcierto, su rostro es un espejo de mis facciones, una copia fiel de mi mismo, aunque en un cuerpo femenino, el descubrimiento te enmudece la garganta. Es como si observaras tu propia muerte desde arriba, como si alguien te hubiera empujado hacia el exterior y quedaras noqueado preguntándote; soy yo, ¿por qué diablos estoy aquí fuera?

Me encuentro en la vieja Delhi, una multitud rodea los despojos ensangrentados mientras fotografío el cuerpo para la crónica del periódico, a duras penas puedo abrirme paso a empujones. El agua cae con intensidad desde un cielo grisáceo y la penumbra tras las linternas nos convierte en sombras, figuras sin rostro dibujadas en la noche. La lluvia, esta condenada lluvia torrencial del monzón, cala tus huesos y arrastra en un riachuelo todas las inmundicias que cubren las calles de la ciudad, con ese olor hediondo que aturde los sentidos; basuras, escombros, plásticos, excrementos y los animales revolcándose sobre ellos, un vertedero convertido en hogar de desamparados. Sonrío ante la ironía, el perfume de las especias, el aroma de las flores, el sándalo quemado en los templos, quedan recluidos en pequeños oasis encerrados entre cuatro paredes. Aquí, en las callejuelas de la vieja urbe, la realidad te golpea los ojos con los cables eléctricos colgantes, como si fueran la cueva de una araña, con escasas farolas mortecinas que rompan la negrura de la noche. Solo se percibe una jauría humana de voces y rostros, entre edificios apuntalados con desconchones. El rancio sudor de la carne envuelve los días en un calor infernal en esta época del año, en el que difícilmente puedo respirar. Al menos, la llegada anticipada de las lluvias alivia las madrugadas, una sacudida que abofetea el rostro y limpia la desazón de esta humanidad enjaulada.

El sari rosa de la mujer muestra las huellas del crimen, manchas negruzcas por los disparos a quemarropa y diferentes cortes por las heridas de un arma blanca. Se han ensañado con ella, de una forma absurda, cuando el alma ya había abandonado el cuerpo. El maquillaje del rostro se encuentra ya ausente, arrastrado por el agua caída en la noche, algo de rouge todavía puede distinguirse en la comisura de los labios, detritos de carmín. Una sombra azulada en los párpados y el recuerdo lavado del rímel negro en unas largas pestañas. Sin la máscara de los cosméticos, las gotas de agua desnudan a la joven, prácticamente una niña, tendría cerca de quince años.

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